Aporte a la Campaña por la “Prohibición Absoluta en la CDPD de los Tratamientos Forzosos y los Internamientos Involuntarios”: María Teresa Fernández (México)

https://sodisperu.org/2016/03/14/aporte-a-la-campana-por-la-prohibicion-absoluta-en-la-cdpd-de-los-tratamientos-forzosos-y-los-internamientos-involuntarios/

La institucionalización de personas con discapacidad es una declaración de incompetencia de las autoridades gubernamentales y de las sociedades frente al fenómeno que representa la existencia humana. Una declaración de soberbia supina y de falta de voluntad; también, de indolencia, y también, de impunidad. Nos atribuimos la facultad de decidir si una a una de estas personas debe vivir, y cómo; o debe morir – y literalmente – encerrada entre muros estrechos e indiferentes, atada a una cama, un catre, un poste; sometida a un medicamento o a un cierto trato, el que nos venga a bien dispensarle; reducida y frustrada en sus posibilidades y sueños, sin más compañía que su propia intimidad diferente y asustada. Y nos creemos juiciosos, protectores, responsables – éticos. Nos decimos humanos y nos damos baños de pureza. Mejor sería hacerlo en el Ganges.

Mi hermano fue diagnosticado con epilepsia cuando entró en la adolescencia. Se hizo alcohólico después. Me llevaba 18 años. Fue internado varias veces en distintos centros, hospitales y “granjas”. Cada vez que salía – de más en más aminorado – había perdido algo nuevo: el brillo de sus ojos, su sonrisa franca y espontánea, alguna más de sus ganas de vivir.

Y sin embargo seguimos. Seguimos sin prestar atención a lo que filósofos, teólogos, humanistas, han venido repitiendo a lo largo de la historia: el ser humano – como sus expresiones y manifestaciones – es único e irreductible, como inagotable es su potencial de existencia. Nuestra pequeñez y cortedad de miras – aunadas a nuestras ansias de “normalidad”, de resultados y de eficacia; de absurdos absurdos, pues – no alcanza, siquiera, a preguntarse lo que esas cualidades de “único” y de “irreductible”, en relación con la persona humana, puedan significar.

Si no, ¿por qué, a pesar de los tantos “avances”:  científicos, tecnológicos, garantistas de derechos, seguimos sin ser capaces de aceptar que el ser humano tiene una existencia “condenada a abrir caminos siempre nuevos y siempre sorprendentes”[1]?, ¿por qué no nos permitimos el diálogo posible – y promisorio – con las diversas percepciones y expresiones humanas de la realidad?

Cuando un niño es inquieto, o “de más” ; o un adolescente, desinteresado, o su respuesta es glacial; cuando una mujer rompe en llanto, o monta en cólera, ante – decimos – “la menor provocación”, no tardamos en enjuiciar su conducta, y diagnosticarla, y patologizarla; no sólo su conducta, su ser por entero. Son pocos y cortos los pasos para transitar del juicio al diagnóstico y de ahí a la etiqueta – que lo será, ya para siempre, incuestionable e inamovible; y luego, a la medicalización, y al mismo tiempo, o poco después, al encierro. Y en este apresurado camino nos hemos olvidado:  de él, de ella, de la persona humana que ahí vivía.  Ya hemos llegado – y con plena conciencia – al umbral. Es la muerte. Una muerte que  – pareciera que confiamos – todo lo resolverá; o por lo menos, hemos logrado que así pensando y haciendo todo se resuelva, al menos, para nosotros. La impunidad.

Cada vez que mi hermano salía de uno de esos encierros nos decía que no quería más: que se lo llevaran, que lo encerraran, que lo amarraran, que lo durmieran, que le aplicaran electro shocks. Que lo mal trataran, que lo desnudaran, que lo despojaran, hasta de su dignidad. Era intolerable. Era ominoso. Yo era muy joven. Hoy tengo 64 años. Hace 40 que mi hermano murió en uno cualquiera de esos hospitales. Sigue vivo en mí.

Estos años me han servido para aprender que a quien le importa lo humano, se propone indagar lo que hay ahí adentro de ese otro, también humano. Descubrir su razón, su interés, su necesidad, su intención, su propuesta, su expresión – diferentes. Y vestir su piel. Y estar dispuesto a moverse y a tender puentes – y cruzar esos puentes.

Por eso me pareció extraordinario que el proceso de negociación de lo que llegaría a ser la Convención de Naciones Unidas sobre los derechos de las personas con discapacidad (CDPD, 2006),[2] hubiera asumido ese reto:  abrir sus puertas – y poner oídos atentos – a lo que las propias personas con discapacidad psicosocial tenían que decir sobre ellas mismas: que son seres humanos, iguales, íntegros e integrales, redondos; formados e  informados; presentes, pensantes, sintientes, activos y comprometidos; con las mismas necesidades y búsquedas de cualquier otro ser humano – y con los mismos derechos y obligaciones; y aún así, cada una y cada uno, con maneras y expresiones distintas, únicas, propias, privadas: las suyas. Como usted, apreciable lector; como yo también, y como todas y todos. Y tan así, que la intervención de estas personas con discapacidad en las negociaciones para la Convención conmocionó – impactó –, y fue capaz de crear posibilidades nunca antes vislumbradas, para ellas, para las y los demás: Un camino al diálogo real con la diversidad.  El inicio de un movimiento franco hacia la aprehensión – y la inclusión – de formas variadas de ser y estar en el mundo. Para desde ahí, aprender. Y desde ahí, convivir. Desde ahí, transformarse y transformar.

Hasta entonces, no había pasado todavía que alguien defendiera públicamente, y con tanta fuerza y claridad, que no es posible vivir ignorando o aniquilando a seres humanos, y por el simple hecho de no ser capaces – nosotros – de inteligir sus maneras; o porque molesta que griten fuerte y disonante cuando el mundo les duele; o porque amenazan los referentes de los útiles y cómodos statu quo.

Las personas con discapacidad psicosocial desmantelaron  – en y con la Convención – uno a uno de los mitos que nos hemos fabricado sobre ellas: su indefensión, su fragilidad, su “peligrosidad”; su incapacidad: de tomar decisiones, de asumir obligaciones y responsabilidades; de vivir en este mundo y atreverse a cuestionarlo; de aportar, de enriquecer-nos.  No es gratuito, entonces, que – en y desde la Convención –, no quepa más hacer distingos sobre ellas. O no, si para atentar en contra de su dignidad, o para propiciar que se vulneren sus derechos; tampoco para someterlas a escrutinios y valoraciones groseras, autoritarias y sin fundamento, o al menos, moral. O para que alguien pueda atribuirse la facultad de poder decidir a su juicio lo que mejor les conviene, o de recluirlas en instancias en las que todo lo pierdan, incluso su autonomía y su libertad; incluso su dignidad.  Lugares donde queden – sometidas e impotentes – bajo el control absoluto de otra u otras voluntades – nunca la suya – y se lacere su integridad. ¿Qué razón – y qué derecho – le asiste: al Estado, a los profesionales de la salud, a las familias, a la sociedad en general, para permitirse un acto semejante?, me pregunto y se lo pregunto, sí, a usted, apreciable lector o lectora.

Todas las personas con discapacidad han sido reconocidas por la Convención con la misma dignidad y derechos que el resto de las personas.  Derechos de las personas con discapacidad – “incluidas aquellas que necesitan un apoyo más intenso” (Preámbulo CDPD, inciso j)) – son que se respete su dignidad y su valor; que se respete y aprecie su diferencia, tanto como su autonomía, su independencia y su libertad para tomar sus propias decisiones  – incluso, cuando estas decisiones puedan no coincidir con las nuestras, o nuestras opiniones y creencias – o nuestra voluntad; o nuestros intereses. Es también un derecho de todas las personas con discapacidad –reconocido por la Convención– que se les proporcionen los apoyos que ellas estimen necesitar para tomar sus propias decisiones (Artículo 12.3 CDPD), incluida la de dónde y con quién vivir, y sin que se vean obligadas a vivir con arreglo a un sistema de vida específico (Artículo 19. a)CDPD). También es derecho de ellas disponer de los servicios de apoyo que faciliten su existencia y su inclusión en la comunidad y eviten que se les separe o aísle de ésta (artículo 19. b) CDPD).

El Comité de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CRPD), en su Observación General No.1,[3] ha abundado sobre el alcance del derecho de las personas con discapacidad a tomar sus propias decisiones y que éstas sean respetadas: “en todo momento, incluso en situaciones de crisis, deben respetarse la autonomía individual y la capacidad de las personas con discapacidad de adoptar decisiones,” (O.G.No.1 CRPD, Párr.18). También ha afirmado que entre estas decisiones se incluyen aquellas “decisiones fundamentales con respecto a su salud” (O.G.No.1 CRPD, Párr. 8); y más específicamente, el Comité ha reconocido el derecho de las personas con discapacidad a no ser internadas contra su voluntad en una institución de salud mental y a no ser obligadas a someterse a un tratamiento de salud mental (Artículo 14 CDPD) (O.G.No.1 CRPD, Párr. 31). También el Comité CRPD ha dejado en claro que todas las formas de apoyo en la toma de decisiones que las personas con discapacidad opten por recibir, “incluidas las formas más intensas, deben estar basadas en la voluntad y las preferencias de la persona, no en lo que se suponga que es su interés superior objetivo.” (O.G.No.1 CRPD, Párr. 29, Inciso b)).

Lamento profundamente que nada de esto fuera del dominio público cuando yo era niña. Cuando mi madre, al no disponer de los recursos necesarios: información, asesoramiento, apoyos y servicios – porque no existían, o eran inaccesibles – no encontró mejor opción para él, para ella y para mí, que poner a mi hermano a disposición de los médicos. Ella creyendo que sabían lo que era debido hacer; ellos alegando saberlo, a pesar de que un número incontable de historias – entre las que después se contaría también la de mi hermano – testimoniaban fehacientemente lo contrario.

Gracias a mi involucramiento con los procesos sobre la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, he aprendido que es éticamente insostenible pretender – usted, yo, los gobiernos y las sociedades – seguir ignorando las incuestionables e infinitas realidades y posibilidades humanas. Que es inadmisible seguir apelando a maneras arcaicas y lugares comunes para enmascarar nuestra incapacidad de derribar barreras, estigmas y prejuicios, o nuestra falta – evidente – de voluntad. Como la que reconoce el valor de otras existencias y mantiene con ellas interacciones fecundas; la que incursiona en nuevas formas de acercamiento a las situaciones y de brindar atención y cuidados.

Hace 40 años no existían los servicios y los apoyos que habrían llevado la historia de mi hermano por otros caminos, hoy lo sabemos, menos crueles y fatales; que habrían permitido que él – con la debida asistencia – encontrara sus propias respuestas.  Al día de hoy, esos servicios y esos apoyos siguen sin estar disponibles, o aquí, en mi país. A saber a cuántas más vidas les han hecho falta también para crearse y recrearse a sí mismas; a cuántas personas más su inexistencia las sigue condenando al olvido – o a la muerte. De las grandes claves para el cambio, y algo tan sencillo y a la vez tan crucial para producirlo, hoy sigue sin ser habitado; sin siquiera ser explorado; o aquí, en mi país. Esto también es inaceptable.

Es por todo eso que yo me pronuncio – y decididamente – por la “Prohibición Absoluta en la CDPD de los Tratamientos Forzosos y los Internamientos Involuntarios”. 

Porque, en resumen, considero que estas prácticas:

  • Son reductivas de la persona humana y de la situación existencial que experimenta;
  • Van contra la dignidad, la autonomía y la libertad de las personas con discapacidad (Art. 3 CDPD);
  • “Medicalizan” problemas que son de índole social, en los que intervienen otros elementos contextuales: familiares, sociales, e incluso políticos, que entonces son ignorados, desatendidos y perpetuados; incluso, profundizados;
  • Son invasivas, autoritarias y jerárquicas, al aplicarse a las personas aún en contra de su voluntad;
  • Son cuestionables en sus fines, en sus efectos y consecuencias – muchas irreversibles y fatales –, y en su efectividad.
  • Refuerzan los estigmas y prejuicios sociales sobre las personas con discapacidad psicosocial, al utilizar categorías diagnósticas que – además de cuestionables – encasillan arbitraria y vitaliciamente a las personas, haciéndolas vulnerables a la exclusión, a la discriminación y a la muerte – la social, la biológica;
  • Son violatorias de derechos inalienables de las personas con discapacidad como, entre otros, el derecho a no ser privadas de su libertad por motivo de discapacidad (Art. 14 CDPD); el derecho a otorgar su consentimiento libre e informado sobre los tratamientos médicos que se le propongan (Art. 25. Inciso d)); el derecho a la integridad física y moral (Art. 16); el derecho a vivir de manera autónoma e independiente en la comunidad y a ser incluida como parte activa y necesaria de ella (Art.19 CDPD).

Con mi pronunciamiento en apoyo a la “Prohibición Absoluta” quiero honrar la memoria de mi hermano, sí; pero también porque yo misma soy persona con discapacidad, en mi caso motriz, y sé lo que es y significa ser discriminada y excluida por tener una discapacidad. Pero, además, porque si bien he logrado evitar ser diagnosticada o etiquetada como persona con discapacidad psicosocial, yo también encuentro muy difícil lidiar con los tantos absurdos de nuestro mundo, y acomodarme, y cada vez, en alguna de sus escasas y limitadas formas permitidas de ser y de estar en él.

Y porque sueño.  Sueño con una humanidad polifónica y multiforme; lo suficientemente abierta, crítica y dialogante para permitirse tender hacia la otredad, en lugar de ignorarla, repudiarla o temerle; una humanidad que sabe vivir junto al otro y crear –con él–  realidades e intercambios nuevos, permeables, interdependientes, nutricios. Sueño mujeres y hombres convencidos de que toda y cualquier expresión humana – por ajena o chocante que nos resulte o parezca – no puede, al final, sino complementarnos, fortalecernos, enriquecernos.

Y porque sé que tarde o temprano así se habrá demostrado.


[1] Boff, Leonardo. Tiempo de la trascendencia, el ser humano como un proyecto infinito, Santander, Sal Terrae, Brasil, 2000.
[2] ONU, Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, Resolución A/RES/61/106, Sexagésimo primer período de sesiones, Asamblea General, Naciones Unidas, del 13 de diciembre de 2006. Entró en vigor el 3 de mayo de 2008. Disponible en: http://www.un.org/disabilities/documents/convention/convoptprot-s.pdf
[3] ONU, Observación General No.1 (2014) sobre el Artículo 12: Igual reconocimiento como persona ante la ley, Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, 11º período de sesiones. ONU Doc. CRPD/C/GC/1, del 19 de mayo de 2014.

Pueden leer más de la Campaña #ProhibiciónAbsolutaen: https://absoluteprohibition.wordpress.com/